Con sus tres horas y media de duración, intermedio incluido, ‘The Brutalist’ se concibe como una auténtica experiencia cinematográfica que va más allá de lo que es la propia historia que cuenta el film. Una historia acerca de la identidad, la lucha contra el poder y sobre el lado más “brutal” del sueño americano. El film cuenta la historia de László Toth, un arquitecto judío que emigra a Estados Unidos, dejando a su familia en Europa.
Desde esa impactante imagen al inicio del film que nos presenta a una Estatua de la Libertad invertida, la película ya nos deja clara dos cosas. En primer lugar, que vamos a sumergirnos en una estimulante sucesión de imágenes de una belleza y un poder visual absolutamente arrebatador.
En segundo lugar, el mensaje que persigue el film. En esa mal llamada tierra de oportunidades que son los Estados Unidos de América, no todo es lo que parece, sino que esta percepción no es nada más que una realidad distorsionada.
El sueño americano se presenta así, en esta película, como un perverso villano que poco a poco va oprimiendo a aquellos que vienen de fuera, sometiéndoles a su antojo, haciendo gala de su poder con un férreo carácter autoritario.
Esta idea está muy bien encarnada por el personaje de Guy Pearce, ese magnate multimillonario que encarga al arquitecto interpretado por Adrien Brody una gran construcción arquitectónica, la trama principal del film, sobre la que se construyen toda una serie de interesantes reflexiones y subtramas.
Estados Unidos se concibe como tierra de oportunidades pero también como prisión que oprime, rechaza y somete a aquellos que vienen de fuera. Esa construcción arquitectónica que idea László no es sino una metáfora de su conflicto interno, como alguien obligado en cierto modo a construir una prisión en vida.
El título del film juega así un interesante y poderoso juego de sentido y significado que funciona en varias direcciones. El más claro, el brutalista (arquitecto) referido al personaje de Adrien Brody y el brutalista, entendido cómo aquel que se sobrepasa en su poder de manera brutal (en el sentido más salvaje y cruel de la palabra) referido al personaje interpretado por un Guy Pearce.
Es innegable que el recién confesado uso de la Inteligencia Artificial para trabajar tanto los acentos de los personajes como para algunas de sus imágenes, es algo que repercute, en menor o mayor medida al juicio emitido hacia el film y su respuesta en el público. Pero dejando eso a un lado, es imposible no caer rendido ante la monumental interpretación de un Adrien Brody encaminado a obtener su segundo Oscar.
El actor demuestra todo un derroche interpretativo a lo largo del abultado metraje del film, logrando que el espectador empatice en todo momento con él, aunque sin estar exento de varias capas de grises y claroscuros que hacen muy interesante a este personaje. Sin duda, de las interpretaciones del año.
Como también lo son la ya citada interpretación de un Guy Pearce que hace las veces de vilano de la función, en una construcción de personaje muy clásica pero funcional. Pero la que merece ser sin duda destacada es una colosal Felicity Jones.
Si bien la actriz no aparece hasta la segunda parte de la película, eleva el film a otro nivel con cada una de sus potentísimas escenas, de las más poderosas de la película a nivel tanto narrativo como interpretativo. Si se hiciera justicia, el Oscar a la Mejor Actriz Secundaria este año debería ser suyo.
Brady Corbet realiza así una ambiciosa película con unas claras pretensiones de evocar ese cine clásico de Hollywood, una manera de hacer y de pensar el cine que ya no existe. No en vano ha rodado el film en un grandioso formato de Vistavisión, que luce impresionante en pantalla y que respira un cierto factor nostálgico en la textura y la composición de sus imágenes, cargadas como he dicho de una belleza y de un simbolismo apabullante.
Es cierto que Corbet toma ciertas decisiones arriesgadas en ese segundo tramo de la película, que a mí particularmente sí me funcionaron, aunque puedan repercutir en el ritmo y en la narración de un tercer acto que acaba llegando a unos lugares algo cuestionables. Pero a pesar de su excesiva duración la película no aburre ni cansa, aunque sin duda el intermedio de quince minutos a mitad del film ayuda a que esto sea así.
En definitiva, ‘The Brutalist’ es un colosal y ambicioso retrato sobre la identidad, el poder y la opresión que ejerce un país contra aquellos que vienen de fuera, con un reparto en absoluto estado de gracia y unas imágenes de una belleza y un poder visual brutal.
Una auténtica experiencia cinematográfica que evoca esa forma de ver y entender el cine que ya se ha perdido. Una película que SÍ O SÍ se tiene que ver en el cine, para vivir así toda la experiencia inherente a su visionado.
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